viernes, 22 de noviembre de 2013

Aquellos maravillosos años

Dejadme que plagie el nombre de la famosa serie ahora que estoy en pleno ataque de morriña. De saudade como dicen los portugueses con esa languidez y esa belleza que tan bien se ajusta a mi estado de ánimo de hoy. Es una melancolía feliz, una especie de añoranza de los buenos momentos, de los lugares, de las experiencias vividas, pero sobre todo de las personas con quién pasé esos instantes que, ahora lo sé, eran felices. 


No, no estoy diciendo que cualquier pasado fue mejor, que no haya evolucionado y crecido y me sienta orgullosa de ello. Tampoco digo que quisiera regresar atrás, ni tan siquiera que los momento actuales no estén llenos de muchas alegrías y nuevos buenos momentos. Pero hoy es uno de esos días en que te despiertas con una lucidez emocional especial y, sin saber bien porqué, te vienen a la mente gente que quieres pero que no tienes cerca por diversas circunstancias. Creo que el precioso artículo de Nuria Brugués "Dame la mano" ha sido la chispa que hacía falta para desatar los recuerdos. Y todo ha sido de pronto recuerdo y añoranza. 


Aquellos maravillosos años '90

Mis maravillos años son los '90. Y parece mentira que si lo pienso, justo a finales de los '80 tuvimos teléfono fijo en casa. Una silla sigue plantada justo delante, las conversaciones con la amiga que acababas de despedir eran eternas. Y como no todo el mundo tenía teléfono, se quedaba de sábado a las seis a sábado a las seis (y esperabas a quién llegaba tarde, ¡hasta casi una hora!, a ver si no cómo ibas a encontrarte después). Los noventa, sin Internet hasta que en el '95 empezaron a sonar voces frikies en la universidad. Sin ordenador personal hasta casi el final de la carrera: o tenías una máquina de escribir (que hacía líneas más o menos automáticas si era medio moderna) o hacías largas colas para pillar un ordenador en la facultad. Con la primera cuenta de correo electrónico creada para el viaje de Erasmus casi a finales de la década y con la que sólo te podías comunicar con uno o dos amigos y familiares que imprimían y hacían pasar el mensaje. Sin móvil, eso era de mega pijos y muy caro (hasta que se hizo imperativo para que te llamaran en la búsqueda de trabajo). Y luego llegó la vorágine. Con su cosas buenas como la inmediatez o la hiperconectividad, y sus cosas malas (desde el principio de la masificación del móvil me reventó que de pronto quedar fuera un periplo interminable de quedadas y desquedadas de última hora con mensajes de dónde estabas, retrasos, cambios de ubicación, fecha y horario y listas interminables de planes alternativos). 

Los '90... Que se han hecho presentes hoy y me han recordado el valor de estar acompañado. En todas las épocas, porque he ido recordando toda la gente que me ha rodeado a lo largo de los años. La red está llena de mensajes más o menos ñoños sobre la importancia de la amistad, el amor -de todo tipo-, las relaciones sinceras y el calor humano. Y cada cuál tiene sus días. Pero hay algo que tengo muy claro: es del todo verdad que necesitamos de los demás

De un modo desinteresado, con cariño, porqué sí. Ni siquiera hace falta que sea una presencia permanente, ni de cada día. Precisamente mi morriña de hoy la han desatado los recuerdos de esos amigos a los que quiero mucho (ya lo he dicho, ya podéis incluirme a la lista de la ñoñeces), pero a los que no veo mucho. De esos amigos que compartieron momentos esenciales en mi adolescencia, en mi juventud, pero que ahora viven a miles de kilómetros. A los que veo una o dos veces al año con suerte, llamo una cuatro veces y sigo en Facebook (para eso me sirve a mí esta red social). Pero a pesar de todo, son esos amigos que cuando los veo, es como si ayer nos hubiéramos tomado un café y todo siguiera igual, como si estuviéramos al día del detalle más íntimo. Esos amigos con los que no hablas no a menudo pero con los que puedes contar cuando hace falta. Esos que hace mucha ilusión oír al otro lado del teléfono y abrazar. Esos que acumulan poso con los años, y se asientan, y te sostienen aunque sólo sea con recordarlos. 

Tengo suerte, la verdad. A lo largo de los años he ido acumulando diferentes grupos de personas que aprecio muchísimo. Y ahí siguen. Me lo tengo que recordar de vez en cuando cuando caigo en esos días lluviosos de autocompasión. Y entonces veo fotografías, de esas que están acumulando polvo y se pegan unas a otras porque antes las imprimías con la idea de "algún día" ponerlas en un bonito álbum. Y encuentro cartas, largas relaciones epistolares; de mi primer amor, de mi amiga del colegio, de mi amiga del instituto... ¿Cuándo perdimos  la costumbre de escribirnos a mano? 



Saudade (también) de la palabra escrita... a mano

En algún punto del principio de siglo XXI mis relaciones amorosas estaban llenas de chats y correos electrónicos que atesoraba en carpetas e incluso imprimía para tener algo físico. Luego llegaron los SMS con textos más o menos ingeniosos y provocativos, aunque a veces el erotismo se perdía de tanto recortar vocales. Luego el MMS, ¡ah las imágenes! ¡Menudo peligro! Y hete aquí que estamos de pleno con Facebook, Twitter, Whatsapp y sus grupos infinitos... Y las cadenas de mensajes... Un mundo a parte: A veces las cadenas que llegan repetidas son ya un poco molestas (especialmente por la amenaza de: envía esto a x personas en los próximo x minutos y te pasará algo especial, o si no tu vida será una desgracia perpetua, o nadie, nunca, jamás, ¡de los jamases!, te querrá ni te lo demostrará ya más). Aunque confieso que ni que sea para saber que esa persona ha pensado en ti, me gustan un poco (mensaje a navegantes: prefiero los mensajes personalizados). 

Pero palabras escritas de puño y letra, meditadas con calma, incluso cartas que empiezan un día y siguen otro para acabar al siguiente... De esas, sólo tengo ya las de mi abuela. Lástima, ni postales de verano ni de Navidad recibe ya una. Sería un buen regalo, escribirle a alguien una carta de amistad o de amor. Un acto de tanta intimidad a día de hoy, tan perecedero (por si se pierde, se rompe, se quema) que sería como un tesoro, una rareza. 



A mis amigos... y los que están por venir

Y aunque este rincón de letras no sea ni caligrafiado a mano, ni siquiera íntimo y personal, dejadme
que mi melancolía se atreva hoy a ser un poco empalagosa: os quiero. Sí, a vosotros, ya sabéis quienes. A la familia de sangre que está para toda la vida. Y a la familia adoptada con los años. La que dura desde el colegio y desde el instituto y está en mi isla. La de la universidad, que dispersa va siguiendo los pasos de unos y de otros. La de ese París del '98 que celebraba el 30 aniversario de mayo del '68. La que vino de la mano del feminismo y la paz. La que he ido acumulando a través de diferentes trabajos y que permanecieron después de ellos. La que surgió del amor por las letras. La familia creada, de dos en dos. La de los amigos de "él" que ahora son también los de "ella". La que está presente en mi nueva faceta maternal. Y la que está por llegar con la vida. A todos vosotros, sí, a vosotros, ya sabéis quienes: os quiero. 


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